Casas
Me acabo de dar cuenta. Llevo más de 17 años viviendo en esta casa.
Es la cuarta casa en la que he vivido y en la que más años voy a estar cuando, en junio del año que viene, se cumplan los 18.
Cuando nací mis padres estrenaron casa e hija (hijos ya tenían: dos). Una casa típica de pueblo, estrecha y de tres pisos. La planta de abajo conservaba todavía un aire de la antaño cuadra, una habitación oscura sin ventanas y un pequeño corral o jardín con una pila de esas de granito, enorme e ideal para lavar la ropa a mano o jugar a la batalla naval. También había unas conejeras de tres pisos donde pasaban la vida un conejo negro enorme, con su harem de conejas blancas, color oro o de colores... Tenían unos cajoncitos en los que mamá coneja hacía nidos de pelo suave y donde los conejitos nacían para después llenar la tartera de paella de los domingos. Ya entonces, muy niña, quería ser vegetariana. No creía que fuera bueno haber jugado con los pequeños conejos y luego comérmelos, para mí eran amigos. Fue la primera carne de animal que dejé de comer (y los caracoles que nunca jamás me los comí a gusto). También había una gorrinera pero, que yo recuerde, solo la habitó un cochino con el que no hice muchas migas y que me daba miedo. El día que llegó a su fin no lo recuerdo, seguramente porque desaparecí. La curiosidad infantil me llevó una vez a contemplar la matanza del cerdo, primera y última vez. Lo que no pude impedir fueron los gritos de los cerdos sacrificados por el matarife que vivía tres puertas más allá de la mía.
La oscura cuadra con jardín, junto con mi habitación (en el piso tercero y con tejado anexo), fue el lugar de mis juegos, sueños, lecturas, amores y desengaños. Los veranos con olor a geranio, los inviernos la humedad y la lluvia.
Antes de cumplir los 18 nos cambiamos a una casa nueva, recién construída, con un dormitorio más pequeño, sin ese papel de flores tan rococó que tenía la otra y a las afueras. Me costó adaptarme y solo me ayudó el baño con luz natural, el jardín que se fue llenando con las macetas de mi madre y los árboles frutales, y, por supuesto, la gatica que llevé conmigo. Mis padres siguen ahí, siempre limpísima con su cuarto de estar inmaculado, casi sin usar, su cocina de verano (y de invierno, primavera y otoño) y los dormitorios solitarios, solo llenos cuando llega mi hermano, el que vive allá por Castellón, con su familia. Ahora los frutales están enormes y los disfruta, sobre todo, el gato "Chiqui", que los llena de arañazos. Allí viví mis amores, mi adolescencia tardía, los estudios, el primer novio (y luego marido), el primer ordenador, los paseos arriba y abajo por el cuarto de estar mientras me aprendía los temas de la oposición a administrativo.
Cuando me casé había decidido irme a la ciudad, tal vez porque sabía que a mi marido el pueblo no le iba a gustar, pero todo eso y lo de esta casa, en la que vivo ahora, ya lo contaré otro día que me gusta escribir artículos cortos y esta vez me han salido unas "memorias".